Inundaciones: las obras, ese fetiche

ExtraInteres General

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Ante cada crecida de un río, cada vez más frecuente, reaparece un coro que reclama «más obras». La provincia de Buenos Aires, hay que decirlo, es un festival de obras hidráulicasque han transformado el territorio bajo de la Pampa deprimida en un crucigrama por el que abundan canales con el solo propósito de sacar el agua hacia algún lado.

 

 

 

 

 

Otro coro, más asociado a quienes tiene responsabilidad de gestión y no logran al menos atenuar –ya no resolver- el dilema, clama alegando que cada lluvia que les toca es «inusual». Pero si en el área metropolitana de Buenos Aires se han producido 33 episodios graves de inundación en los últimos treinta años y en algunas cuencas, como el Salado, se contabilizan desde hace cien años, puede presuponerse que las «soluciones» hidráulicas han fracasado y que no «ésta» lluvia la causante de los males.

 

 

 

 

 

Los ríos crecen y la lluvia cae desde que el mundo es mundo. Hace ya cien años, Florentino Ameghino explicaba la alternancia entre sequías e inundaciones en la Pampa deprimida y ofrecía soluciones asociadas al manejo del agua (retenerla cuando se encuentra en exceso y liberarla cuando falta). Con una terminología adecuada a la actualidad debe decirse que el problema de las inundaciones es complejo y multicausal y que la respuesta debe ser de ese orden. Manejo de cuencas, se la denomina.

 

 

 

 

UNA INUNDACIÓN ES UN PROCESO SOCIAL, ECONÓMICO, PRODUCTIVO Y HASTA POLÍTICO DESATADO POR UN EPISODIO METEOROLÓGICO

 

 

 

 

 

El cambio climático existe. Y sus efectos se comprueban: las lluvias caen más copiosas. Ya hace veinte años los científicos anuncian que una consecuencia del cambio climático es la agudización de los extremos producto de la tropicalización del clima en esta parte del mundo. Es decir, lluvias más intensas, en menor lapso de tiempo. La pregunta es qué ha hecho el Estado para adaptar a la sociedad a la nueva situación.

 

 

 

 

 

Una inundación no es un hecho natural. Es un desastre en tanto fenómeno social: es lo que detona un evento climático y cuya gravedad está determinada por el grado de vulnerabilidad de la población. Una inundación es un proceso social, económico, productivo y hasta político desatado por un episodio meteorológico: la lluvia.

 

 

 

 

Las crecidas ponen en la superficie una vulnerabilidad social creciente, lo que es consecuencia directa de políticas equivocadas, cuando no inconscientes o venales, respecto del manejo del territorio y el riesgo hídrico.

 

 

 

 

Ante un episodio climático queda al desnudo el proceso social que opera en un ambiente determinado. Si el medio ambiente es el resultado de la interacción entre la sociedad y el medio natural, una inundación es la expresión de las anomalías con que esa interacción se fue consolidando.

 

 

 

 

 

De ahí que la gente «descubra» que ahora se inundan lugares que antes no se inundaban o que se inunden más frecuentemente sitios antes apenas anegables, no porque necesariamente llueva más sino porque la alteración operada sobre el territorio provoca daños irreversibles.

 

 

 

La obra hidráulica es apenas una herramienta más. Y solo sirve si apunta a «reconstituir» las características del ecosistema original, en lo que refiere a su capacidad de convivir con el agua.

 

 

 

 

HA SIDO LA ESPECULACIÓN INMOBILIARIA Y NO LA PLANIFICACIÓN LO QUE HA MOLDEADO EL ORDENAMIENTO TERRITORIAL EN LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES

 

 

 

Lo que denota la inundación reiterada es, más que la ausencia de obras hidráulicas, la expresión de al menos otros dos factores:

 

 

 

 

Uno, es la falta de política pública respecto del escenario que abre el cambio climático. La adaptabilidad, según vienen insistiendo los expertos, es un campo imprescindible para adecuar la actividad productiva y el asentamiento urbanístico a esa nueva realidad.

 

 

 

 

Y lo segundo, es la forma de ocupación del territorio. Ha sido la especulación inmobiliaria, y no la planificación, lo que ha moldeado el ordenamiento territorial de las últimas tres décadas en la provincia de Buenos Aires y, en particular, en las cuencas inundables.

 

 

 

 

 

La cuenca del río Luján es un claro ejemplo. El cóctel que conduce a inundaciones recurrentes (incluso cuando no llueve) contiene, entre otras maravillas, cientos canales clandestinos que sacan agua de los campos anegados hacia el arroyo más próximo; barrios (privados o no) asentados sobre antiguos humedales que antes funcionaban como esponjas de retención de agua; loteos sobre los valles de inundación de los arroyos y ríos; obras tan monumentales como inútiles (o perniciosas) de caños y hormigón destinadas a «sacar» el excedente de agua y enviárselo a otro que esté más abajo tanto en altura como en escala social.

 

 

 

 

El riesgo de inundación en esa cuenca, como en todas las que surcan con cientos de meandros la última porción de la llanura pampeana, existe, está estudiado y forma parte de su dinámica natural. La «permisiva» intervención urbana y rural lo ha exacerbado. El desmadre de las obras hidráulicas como fetiche lo ha agravado aún más.

 

 

 

 

¿ALGUIEN SABE DE LA EXISTENCIA DE ALGUNA POLÍTICA PÚBLICA PARA ESTA REALIDAD, ADEMÁS DE CORRER TRAS LA EMERGENCIA?

 

 

 

 

La pregunta de rigor, principalmente cuando el desastre está desatado, es: ¿se puede hacer algo? Las universidades, los expertos, los ecólogos, los que saben en definitiva, indican que un problema multicausal no puede ser abordado con la lógica lineal y unidimensional del caño o de «la» obra: manejo de cuenca, gestión del territorio entendido como un sistema (sin reparar en los límites distritales) es una forma de abordaje recomendada por la academia y jamás implementada.

 

 

 

 

Ya Ameghino decía que la alternancia de épocas de seca y épocas de alta humedad en la Pampa deprimida debía enfrentarse con los mismos recursos que la propia naturaleza utilizó durante siglos: retener el agua en las altas cuencas, mediante reservorios por ejemplo, para ir «soltándola» sin inundar al que está aguas abajo.

 

 

 

 

Una política eficaz sobre desastres responde a una máxima que parece una paradoja: los efectos de una inundación no se combaten apenas en la emergencia sino principalmente entre lluvia y lluvia generando condiciones urbanísticas, sociales y de infraestructura que permitan atenuar los efectos del evento climático. ¿Alguien sabe de la existencia, a nivel nacional, de alguna política pública determinada por esta realidad, además de correr tras la emergencia? No hay.

 

 

 

 

Para que eso ocurra, el Estado, además de adoptar el abordaje conceptual adecuado, debe fijar prioridades desde la política. En tiempos de cambio climático, la inundación no es un asunto hidráulico sino –más que nunca- ambiental, en la acepción más amplia y moderna del término. Sin política pública en materia ambiental, seguiremos creyendo que todo se remite a orar para que llueva menos. Y ese, como claramente lo demuestra el hecho de que la Basílica de Luján tuvo el agua a sus pies tres veces en el último año, no parece ser el mejor remedio.

 

 

 

INFOBAE, Sergio Federovisky

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